jueves, 27 de abril de 2017

Soy libre cuando amo

Creado por Marco Nabi / Animado por Rexisky
(tomado de Art is a way of survival)
La semana pasada tuve la ocasión de compartir con los alumnos de segundo curso del Grado en Filosofía de la Universidad de Navarra una sesión. El profesor Jaime Nubiola me invitó a hablarles sobre tecnología y humanidad, en concreto sobre cómo nos afecta la tecnología. Sin embargo, no es de eso de lo que quiero hablar en este post. El origen del post es una pregunta que me lanzó el profesor Nubiola: ¿cómo afecta la tecnología a nuestra libertad: la potencia o la limita? Tuve que decir que no tenía una respuesta corta que ofrecer, y como el tiempo apremiaba, no hubo ocasión para una respuesta larga. No obstante, al momento brotó en mí como un grito rebelde una respuesta corta y contundente, si bien algo desconectada de la pregunta (al menos en apariencia): “soy libre cuando amo”. 

Inconscientemente, la pregunta sobre la libertad y la tecnología me había retrotraído a otra pregunta más fundamental sobre la propia libertad, pues solo desde el concepto de libertad que tengamos es posible responder a la pregunta planteada inicialmente. En ese momento, un alumno, Daniel San Juan —otro ingeniero-filósofo, una raza exótica pero de gran interés— realizó un comentario con el que recuperó esta cuestión que yo había dejado pasar. Realizó una crítica muy acertada sobre cómo se había entendido el concepto de libertad desde la modernidad reduciéndolo al de libre arbitrio, es decir, la capacidad de optar entre varias posibilidades. Esta concepción de la libertad como opcionalidad está muy presente en nuestros días. La libertad parece tener que ver, sobre todo, con elegir algo frente a otro algo, y por ende, cuantos más “algos” posibles, mayor será la libertad. Si puedo elegir entre cien planes de vacaciones seré más libre que si solo puedo elegir entre dos. Si tengo una carta de comida con muchas más opciones, a priori generará una mayor sensación de libertad en mí. 

No obstante, hay algunas dificultades en mantener este hecho que parece tan cercano al sentido común. Lo primero, añadir opciones que no son bienes —o al menos que no los percibimos como tales— no añade libertad. Por ejemplo, si en una carta de comida tengo para elegir macarrones y verduras, por mucho que añada “tierra del parque”, “carbón deconstruido” o “bloque de roble a las termitas”, mi libertad difícilmente se verá incrementada, amén de que probablemente abandonaré el restaurante a no mucho tardar. En segundo lugar, incluso en una elección entre muchas opciones apetecibles, la sensación de libertad no siempre es creciente. Hay estudios psicológicos que muestran, por ejemplo, en una carta de postres, las personas quedan más satisfechas si es breve. Esto se debe a que si hay doce postres y solo puedo elegir uno, mi sensación de haber tenido que renunciar a postres exquisitos o incluso a haberme equivocado en mi decisión, se agudiza. En cambio, si hay dos o tres postres de gran calidad, es más probable que me sienta más satisfecho con mi decisión e incluso más libre, en el sentido de haber elegido lo que quería. 

¿A mayor opciones, más libertad?
¿Por qué ocurre esto? Porque la libertad no se reduce a mera opcionalidad. Este es el sentido que en la Edad Media se relacionaba con el libre arbitrio y que está conectada con lo que ha venido llamarse libertad de o libertad negativa. Esta dimensión de la libertad tiene que ver con la posibilidad, tanto en su número como en su modo. Yo soy más libre si tengo más opciones abiertas, es decir, si mi entorno me permite realizar un rango mayor de opciones. Soy libre de viajar al extranjero si no me detienen en la frontera, por ejemplo. No obstante, este tipo de libertad, si bien es verdadera, es insuficiente para comprender la esencia de la libertad. Hay otro polo de la libertad más radical que es el verdaderamente humano: la capacidad de elegir algo. He dicho de elegir algo, que no es lo mismo que elegir algo entre algos. La verdadera esencia de la libertad es la capacidad del ser humano de abrazar algo, de comprometer su ser con ello. La intensidad o la medida de la libertad no es, por tanto, el número de opciones alrededor del objeto elegido, sino la capacidad de crear un lazo con aquello elegido. Cuanto más comprometida es la elección, es decir, cuanto más de nosotros mismos hay en ella, más libres somos. Esto conecta —aunque con matices— con la otra dimensión de la libertad, la libertad positiva o libertad para (en contraposición a la libertad negativa o libertad de), que tiene que ver con la orientación de la elección, de la propia libertad. 

Todo esto para llegar a lo que no dije en esa clase, y que tan espontáneamente brotó de mí: soy libre cuando amo. Soy libre cuando amo porque en el amor es cuando el compromiso de la libertad se pone realmente en juego, porque en el amor se pone en juego nuestra realidad personal y somos capaces de realizar un salir de nosotros mismos que es el fin de la libertad. La libertad no está para recibir, pero ni siquiera para dar; la libertad está para darse. Lo que me maravilla de un ser libre como el ser humano no es que pueda optar entre naranja o limón en su refresco, sino que sea capaz de ponerse de tal manera en sus decisiones, es más, que sus propias elecciones radicales le constituyan en su realidad más honda. Somos, esencialmente, cuando amamos. Decía San Agustín que “si quieres conocer a una persona, no le preguntes lo que piensa sino lo que ama” ya que son nuestras entregas, que son fruto de nuestra condición de seres libres, lo que nos definen más radicalmente. Y de esta manera, cobra sentido aquella intuición rebelde de mi corazón: soy libre cuando amo (¿cuándo si no?). 


P.D. Soy consciente de que no he respondido a la pregunta del profesor Nubiola, otra vez se nos ha escapado el tiempo. Lo recuperaremos en otro post. Allí os espero.

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