jueves, 31 de agosto de 2017

¿Por qué me caso?

Un mes. Solo un mes. Es el tiempo que queda hasta el gran día, el día de mi boda. Tantos preparativos, tantas ideas y momentos ilusionantes, tantos quebraderos de cabeza, etc., y ya está aquí. Un paso de los importantes, de los que marcan una vida. Una apuesta de all-in, una aventura que se inicia quemando los barcos, una promesa de eternidad. Ante todo esto, la gran pregunta a la que quiero dar una modesta respuesta y compartirla con vosotros: ¿por qué me caso? Por dos razones: porque quiero y porque me llama. 

Vamos con la primera razón: Me caso porque me da la gana. Respuesta que parece de andar por casa y además un tanto caprichosa pero que esconde una gran verdad: me caso porque en lo más hondo de mi ser decido tomar mi vida entera y ponerla en juego no por una idea, una causa o por mi propio beneficio, sino por lo más grande que hay en este mundo: otra persona. Esa es la grandeza humana, que es la libertad orientada al amor, a la entrega; el verdadero significado de la autonomía y ser dueño de uno mismo es ser capaz desde esa libertad ser capaz de entregarse, especialmente a otra persona. Pero no una persona cualquiera, sino una con nombre y apellidos, una persona concreta y maravillosa, una persona que he ido descubriendo en su singularidad e intimidad, y al hacerlo, he encontrado algo tan valioso que merece la pena poner todo lo que tengo al servicio de buscar su bien. Quizá puede desprenderse de mis palabras que la conozco y la amo. No exactamente, aunque le conozco y le quiero, más bien me caso para conocerla y amarla, porque cada ser humano es inagotable y por eso sé que nunca voy a dejar de descubrir detalles y matices de la que será mi mujer; y también sé que el amor no tiene límite y lo que la quiero ahora palidecerá con la que la querré con el paso del tiempo, porque el matrimonio más que presente es sobre todo futuro, una promesa de seguir creciendo y amando. Esto puede sonar muy abstracto, mas lo que se comparte no son ideas sino la propia vida, y no hay nada más concreto que ello. No se conoce y se ama una especie de idealización del otro, sino que en fregar los platos, soportar manías, bromas y juegos, escuchar problemas, abrazos cuando sobran las palabras, dificultades que arrollan pero que se soportan y se superan de la mano, y muchas otras cosas, se construye el amor. Porque el amor es ante todo un proyecto ilusionante que cuidar y por el que hay que trabajar y luchar. Y a mí me da la gana apostar por ello. Sin paracaídas. Sin red. Sin “plan B”. No hay otra forma. 


Y ¿cuál es la segunda razón? Decía que porque me llama, esto es, que no es solo porque yo quiera y me dé la gana. Hay algo que no pongo yo en este matrimonio, que precisamente es esa dimensión de llamada, de propuesta. Yo encuentro en mi futura mujer una realidad que me interpela, ese “algo” tan maravilloso e indescriptible que es ella misma que sugiere en mí una respuesta: comprometer la vida. Esto significa que la libertad es un segundo momento del amor; primero hay encuentro, después salto al vacío. Por eso el matrimonio es vocación, porque no es algo que surge totalmente de mí, sino que es aceptar libremente un camino: hacer feliz a otra persona con nombre y apellidos. La libertad excluye que esto sea nada parecido a “estar destinado a casarse con alguien”, pero eso no quita para que yo crea que quién me ha hecho a mi futura mujer y a mí en nuestra singularidad, nos ha propuesto un viaje de amor, del cual vamos a sellar el billete dentro de un mes. 

Libertad y llamada, son las dos claves de un amor que quiere convertirse en proyecto de vida. ¿Vértigo? Solo el vértigo que produce el respeto de cuando se tiene entre manos algo trascendental y sagrado. Hay y habrá cierto nerviosismo, pero casarme con mi futura mujer es una acción donde me siento más yo que en cualquier otro sitio; es parte de lo que soy, porque esta vocación no es algo externo sino que soy yo mismo proyectado en el tiempo, en la vida. Así que sí, sí quiero, me apunto a esta aventura que probablemente tenga luz y oscuridad, pero que lo que seguro no le faltará es amor y felicidad. Allá vamos, toca saltar sin miedo. No hay paracaídas, pero hay algo mejor: hay un nosotros.

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