lunes, 10 de julio de 2017

El secreto de la vida es entregarla

Esta entrada nace de una experiencia que me ha marcado profundamente: los días que he pasado en el barrio de Nazaret en Valencia realizando un campo de trabajo con niños en el Colegio de Nuestra Señora de los Desamparados del 1 al 8 de julio de 2017. Allí, la mitad del día consistía en acompañar a cerca de noventa niños y niñas de tres a doce años: comenzábamos dando de desayunar a aquellos que lo necesitaban, después un rato de apoyo escolar, talleres y juegos, guerra de agua y para finalizar, dábamos de comer a aquellos que tenían necesidad de ello. Se puede decir sin exagerar, que la situación de estos niños es de la más difíciles que yo he conocido: muchas familias rotas o desaparecidas, drogas (consumo y tráfico), maltrato, abandono, pobreza y otros muchos factores hacían que estas personas de solo unos años de vida hubieran sufrido más que lo que cualquiera de los que fuimos ahí como voluntarios. Sin embargo, lo que se respiraba en ese colegio no era amargura y dolor, sino un profundo amor. Los abrazos y las expresiones de cariño eran continuas y de una intensidad que desarmaba el corazón más parapetado. Son miles las experiencias y situaciones vividas en esos días y son imposibles de transmitir no ya todas en su conjunto, sino ni siquiera solo una de ellas con un mínimo de lo que supuso al vivirla, pero me gustaría mostrar algunos retazos de estas vivencias, para iluminar lo más importante que yo aprendí allí.

La primera experiencia que quiero compartir es la de una niña muy habladora que me contaba cuantas profesiones quería tener cuando fuera mayor: pintora, médica, conductora de taxis, conductora de aviones, profesora, etc. Su ilusión y su esperanza, a pesar de una historia familiar muy difícil, eran contagiosas. En un momento dado, me dijo “quiero tener un buen trabajo, porque quiero dar de comer a mis hijos”. Algo se rompió en mí. No dijo, como he oído decir a muchos niños aquí, que quería un trabajo bien pagado para tener un móvil de última generación, un gran coche u otros lujos. No, quería tener un buen trabajo porque su gran meta era ser capaz de alimentar a sus hijos. Punto. Lo que se leía entre líneas me hizo estremecer y la llamada de atención a revisar las propias prioridades y necesidades fue contundente. 


La segunda experiencia fue con otra niña con la que hacía apoyo escolar. Muchos niños, especialmente los más mayores, al principio tendían a retar y a medir hasta dónde podían llegar. Yo estaba intentando hacer una multiplicación relativamente sencilla con una niña acompañándole en el proceso. Al multiplicar cifra a cifra, ella me decía que no sabía la solución a operaciones sencillas como tres por cuatro o dos por cinco, que en principio debería tener más que interiorizadas para su curso. Lo hacía a la defensiva y yo automáticamente juzgué que era una actitud de rebeldía. Yo le indiqué dos veces que no hiciera tonterías y que me dijera el resultado. En ese momento, ella me miró a los ojos, y con un atisbo de lágrimas en los ojos, me dijo entre suplicante y desesperada: “que no sé hacerlo”. Con esa mirada y esa frase me transmitió muchísimo: que realmente no sabía y todo el dolor y la vergüenza que le daba, y yo encima insistiendo y pensando que estaba fingiendo. Su gesto fue un grito mudo diciendo “no me juzgues, ayúdame”. Preparamos una hoja a colores con las tablas de multiplicar y cada día practicábamos una o dos nuevas y repasábamos el resto. Su agradecimiento y cariño por algo tan sencillo fue desbordante. Ahí, y en muchos momentos más, aprendí que hay que pisar el freno a la hora de juzgar actitudes agresivas o desafiantes, porque la mayor parte de las veces esconden muchas cosas como miedos, heridas, etc. 
La tercera experiencia, breve pero intensa, fue con una niña que me quiso contar qué había soñado esa noche. Me dijo: “hoy he soñado contigo: eras mi papá y éramos muy felices”. Creo que es sencillo imaginar lo que le puede tocar a uno el corazón y el alma semejante honor inmerecido de boca de una niña de nueve años. 

La segunda parte de los días las dedicamos a conocer diferentes proyectos sociales y educativos del barrio y alrededores. Allí conocí a verdaderos héroes: personas que dejando de lado reconocimientos y comodidades comprometían su vida en pelear por la vida de estas personas por las que mucha gente no daba un duro. En el barrio de Nazaret puede haber muchas pobrezas y necesidades, pero la riqueza de unas gentes que se unen para apoyarse y para mejorar poco a poco el barrio es envidiable. Allí, en ese rincón de tierra al que resulta hasta difícil llegar por falta de conexiones de transporte público, se producen milagros cada día. Por ejemplo, en el colegio, a través del proyecto NSD+ Nazaret, están consiguiendo que, a través del deporte y otras actividades, los alumnos dejen de faltar a clase y mejoren sus notas, pues solo así pueden participar de algo que les motiva tanto como el equipo de fútbol o de baloncesto. Y todo eso solo es posible a través de la labor de muchos voluntarios y de muchos profesores que sobrepasan muchas veces sus funciones y sus horas por amor a estos niños. Una directora de otro colegio, donde van todos aquellos que son rechazados por otros colegios y cuyos medios son muy limitados, nos dio un testimonio de vida: visitaba las casas de sus alumnos, dormía con ellos cuando les derribaban las chabolas donde residían, peleaba con uñas y dientes para conseguir dinero para poder ofrecer una ducha y algo de leche para desayunar a “sus niños”, pues para ella eran como sus hijos. Ella les decía a sus profesores: lo primero que hay que hacer es coger las fotos de los alumnos antes de que empiece el curso y empezar a amarlos, solo así se les puede dar lo mejor, que es lo que todos merecen. Esto es la verdadera educación, y no aprender mil idiomas y nuevas tecnologías sin saber muy bien para qué. 


Otra experiencia que me marcó personalmente fue que, en colaboración con un proyecto de la zona, acudimos a las rotondas donde se encontraban mujeres ejerciendo la prostitución, estando casi la totalidad de ellas obligadas o coaccionadas. En grupos pequeños y con cuidado para no espantar a los clientes, nos acercábamos y hablábamos con ellas —principalmente en inglés, pues eran nigerianas en su mayoría— y les ofrecíamos algo de comer y beber. A pesar de su situación de explotación, nos recibían en su mayoría con una sonrisa, y nos preguntaban incluso qué tal estábamos nosotros, pues algunas ya conocían el proyecto y a alguna persona de las que acudíamos. Allí, donde parecía que iba a ser difícil ver fe y esperanza, un par de ellas nos pidieron rezar juntos. Cogidos de las manos, rezamos un padrenuestro en inglés. Ese momento fue de total comunidad: más allá de nuestra procedencia, de nuestra situación, de todo lo que nos separaba, éramos hermanos y hermanas.

Y, por último, ser parte de un grupo de veinte personas voluntarias, de edades dispares y contextos distintos, que se dejaban la piel y daban todo su tiempo y esfuerzo en esta experiencia, es algo que también me ha marcado profundamente. Siempre había alguien si lo necesitabas, alguien que te cubriera la espalda si las fuerzas flaqueaban o la emoción era demasiado fuerte. Una verdadera comunidad de vida y entrega, solo gracias a la cual todo esto ha sido posible. 

Toda esta experiencia vital, de la cual solo he podido transmitir de una manera muy imperfecta una pequeña parte, me llevó a dar título a esta entrada: en un barrio al que a casi nadie le importa, donde héroes anónimos que se merecerían todo el reconocimiento trabajan con personas que no cuentan para casi nadie, encontré hecha carne el secreto de la vida, que no es otro que la vida está para entregarla. Dice el Evangelio que solo el que pierda la vida la ganará, y en estos días lo he podido comprobar. Lo más real y lo más verdadero que se puede encontrar es gente buena que consagra y entrega su vida por aquellos que más lo necesitan. Así de sencillo, aunque luego hayamos montado una sociedad donde los valores del prestigio, el mérito, el éxito, la sobreabundancia de bienes, etc., hayan ocultado lo más importante: ser un amor que, aunque sea de forma minúscula, cambie un poco el mundo de otras personas. Y, para terminar, un proverbio africano que la persona que nos apoyó desde el colegio durante todo el campo de trabajo compartió conmigo, para cuando la desesperanza aflore y parezca que la tarea es demasiado grande: “Pequeñas personas en pequeños lugares haciendo pequeñas cosas pueden cambiar el mundo”.

NOTA: Por tema de permisos, no se comparten fotos de los niños y niñas del campo de trabajo. Se pueden ver algunas imágenes aquí.

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