En estos últimos meses he tenido la oportunidad de confirmar algo que venía viendo desde hace tiempo: hay en muchas personas ganas de cambiar el mundo, de conseguir que lo que nos rodea sea un poco más justo, más bueno, más bello. Tanto como monitor de tiempo libre como en mi primera experiencia como profesor universitario he encontrado jóvenes con una llama en el corazón, una llama de inquietud e inconformismo, que arde y en su arder busca con pasión caminos y medios para que ese cambio a un mundo mejor sea posible. Aunque siempre hay excepciones, creo que en la mayor parte de las ocasiones no se trata de una mera queja de lo mal que está el mundo, una especie de resentido desencanto que lo ha dado por perdido, sino que late por debajo una cierta esperanza de que no está todo perdido. No siempre es visible, pero un corazón que verdaderamente arde por la injusticia no ha podido perder la esperanza, por más que vea las cosas muy negras. El corazón del que se ha rendido se ha apagado, ha renunciado a pelear porque cree que no hay ningún posibilidad, y como consecuencia, poco a poco ha dejado de sentir como propio el dolor ajeno. Y es que ese fuego que arde en los corazones que he visto arde no por ellos mismos, sino por el sufrimiento de otros. No son meros espectadores que diagnostican problemas, sino que en muchos casos están implicados en ellos, no les resultan ajenos, por eso se sienten impelidos a hacer algo.
Sin embargo, si bien esta sed de justicia está presente en muchos jóvenes, los caminos para hacer un mundo que encuentran son muy diversos. No quiero entrar a enumerar y analizar diferentes modos de transformar el mundo, pero sí dirigir la mirada a una distinción radical que se da al querer transformar el mundo. Esta disyuntiva es si ese reino nuevo vendrá desde fuera o desde dentro. ¿Qué quiero decir con esto? Me refiero a qué se prioriza como motor de este camino hacia un mundo mejor, si las personas o las estructuras. Se puede argumentar que ambos deben estar presentes en el cambio y yo no lo niego, pero, inevitablemente se pondrá el énfasis en uno de los dos, y esto tiene consecuencias muy relevantes.
¿Qué significa poner el centro en las estructuras? Significa que solo a través de cierto orden político, modelo económico o productivo, ideología o cualesquiera otras entidades, será posible que las personas cambien y vivan mejor. La “salvación” se presenta asociada irrevocablemente a cierta concepción ya fijada y las personas deben cambiar, pero de un modo preestablecido: cambiando su mentalidad hacia la mentalidad de la estructura. El papel del cambio humano es secundario en cuanto es un mero amoldarse, no tiene inventiva ni verdadero empuje más allá del sumar una persona más —que cuestionable es analizar a las personas como números— a la causa. La causa es, en el fondo, más importante que las personas, puesto que la causa hará más felices a las personas en el futuro. Pero ahora, en el presente, en el momento en el que se está realizando la transformación, es la estructura y el sistema el que debe ser preservado, pues solo él traerá ese paraíso prometido. Y como esa promesa futura —casi escatológica— es tan fuerte, se llega incluso a justificar pasar por encima de las personas que frenan el avance de la estructura o que se oponen a ella.
Por el contrario, poner el centro del cambio en las personas exige no idolatrar a soluciones prácticas y concretas como lo son las estructuras políticas, sociales o económicas. Lo sagrado e irrenunciable no son estas estructuras concretas, sino en todo caso los valores que hay detrás, valores ligados irrenunciablemente a las personas. Por ello, hacer un mundo mejor desde esta perspectiva exige una transformación personal —aquella que viene desde dentro— que no es un mero calcar la estructura, sino que supone una apertura y un compromiso real con las otras personas. En realidad, esto es mucho más exigente y radical que la otra opción. Una persona no solo tiene que adquirir una mentalidad —con en el caso de la estructura o la ideología—, sino que debe estar dispuesta a transformarse interiormente para acoger, comprender y proteger a cualquier otra persona. Y si un corazón cambia de verdad, las estructuras que surgen o se transforman —que, evidentemente, hay que analizar críticamente— llevarán una semilla de verdadero cambio. Si las personas cambian, las estructuras injustas cambian también, porque no tienen una subsistencia propia más allá de una cierta inercia si las personas no las nutren. En cambio, si imponemos una estructura que se asume solo con un cierto cambio de mentalidad intelectual, la injusticia se hará camino de nuevo, porque solo se ha cambiado el envoltorio —la estructura— pero no lo esencial —el corazón de las personas.
Por todo ello, creo que el verdadero cambio, el personal, es más sutil pero a la vez mucho más profundo que el intentar cambiar sistemas y estructuras. Es como las raíces, que no se ven, pero son el verdadero sostén del árbol. Cambiar las estructuras es intentar cambiar las hojas o las ramas de un árbol; si las raíces están muertas, no hay esperanza. Al contrario, si se cultivan buenas raíces, quizá cueste más tiempo, pero el árbol que crecerá será más fuerte y duradero, porque ha nacido fuerte desde el interior. Y este cambio no se impone con la fuerza o con retórica, como puede pasar con las ideologías y las estructuras, sino que debe ser ante todo, en primera persona —soy yo el que tengo que cambiar para cambiar el mundo—, y al involucrar a otros debe ser en clave de invitación, nunca como imposición, porque debe ser libre para ser auténtico.
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