miércoles, 27 de febrero de 2013

Wittgenstein tropieza al salir de la caverna


Querido Wittgenstein:

Le escribo para hacerle una reclamación sobre su Tractatus: a pesar de pretender haber solucionado los problemas de la filosofía, en realidad la ha vaciado y recortado. Usted somete a un régimen tan extremo a la filosofía en su obra, que no al final no queda más que un esqueleto descarnado, un método que ya no tiene contenido.
Quiero ilustrarle mi crítica con un mito del pasado que quizás no conozca, pero que creo que tiene relación con su intento de resolver los problemas de la filosofía. Le hablo del conocido mito de la caverna del pensador griego Platón. Creo que le hubiera caído bien, también le iba lo de las matemáticas. Tanto es así que en su Academia tiene escrito eso de “que no entre aquí nadie que no sepa geometría”.
Usted plantea el Tractatus como una salida de un cierto estado de confusión, donde el conocimiento no es claro, donde sus límites no están bien situados. El lugar al que se sale tras un camino arduo, es un estado donde, según sus propias palabras, “se ve correctamente el mundo”. Platón en el interior de la caverna habla de un conocimiento del mundo ilusorio, siendo en la salida al exterior donde “se ve correctamente el mundo”. Como ve, hay cierta similitud.
A continuación, le presento otra semejanza. Según dice textualmente, el camino que propone es “una escalera que hay que arrojar tras haber subido por ella”. Dicho camino propiamente es oscuro, pero usted ha escrito el Tractatus para “sacar a la gente de la caverna”, para guiarlos a ciegas fuera de ese estado de doxa. Platón también opinaba que el que había logrado dar el paso a un conocimiento verdadero, la episteme, debía volver al interior a conducir a sus semejantes fuera de la caverna.
En definitiva, ambos plantean un camino para pasar del conocimiento aparente y engañoso a un conocimiento verdadero, un conocimiento científico, la episteme.  Pero la diferencia importante por la cual le hago esta reclamación es el lugar a donde conduce su camino de salida de la caverna. A pesar de que su empeño es loable y fruto de un gran trabajo y una gran intuición, creo que nos conduce a una situación de terrible empobrecimiento filosófico.
Cuando Platón habla del hombre que sale de la caverna, dice que tras un periodo de adaptación descubre la claridad de lo matemático. Pero no sólo alcanza esto, sino que también vislumbra un mundo de esencias, donde termina captando la hondura metafísica de la realidad con el principio supremo del Bien que armoniza y envuelve todo. El proceso de la salida de la caverna de Platón integra la propia caverna en el conocimiento. Lo que era oscuro y confuso se integra en cierta manera en la claridad que aporta el astro rey. Lo que era apariencia al conocerse como apariencia ya no es un ignorancia. El filósofo ha penetrado en el mundo de lo eterno y desde allí se enfrenta a las grandes preguntas de la realidad.


Sin embargo, su historia no acaba tan bien. Su filósofo sale de la caverna, se tropieza con una rama y cae de bruces contra el suelo. Allí tumbado, con la cara pegada al suelo se maravilla del nivel de detalle que es capaz de percibir en la brizna de hierba o en el insecto que está ante él. El nivel de detalle es extraordinario y no deja lugar para la duda. Ha encontrado aquello de lo que “no hace falta guardar silencio”. En esa situación, todo lo que en la caverna era confuso, deja de importarle. La ética, la metafísica o la antropología están en su recuerdo como fuentes de confusión, en el nivel de la doxa. Pero el problema es que en esos temas también cabe verdadero conocimiento, y si ese filósofo tumbado en el suelo levantase la cabeza hacia el cielo, descubriría una filosofía capaz de dar cuenta de las grandes preguntas del hombre, sin que eso quiera decir que pudiera agotarlas.
La salida de la caverna en su Tractatus ha sido frustrada por un reduccionismo que es típicamente moderno: cambiar la verdad por la certeza. Su filósofo, aunque ha salido de la doxa, no se dedica a correr por las verdes praderas que fuera de la caverna le esperan, ni se maravilla del calor y la luz del sol. Ha quedado atrapado en la certeza que la ciencia físico-matemática es capaz de mostrar. Ni levanta la cabeza para ver las maravillas de lo real más allá de lo lógicamente demostrable, ni es capaz de integrar y dotar de sentido al interior de la caverna, a lo que era confuso pero puede ser iluminado desde lo alto.  
Repito que su intento y sobretodo su intención es loable, pero su filósofo al salir de la caverna ha sido una víctima indirecta de la zancadilla de Descartes. Se ha enredado en la herencia moderna, que en el fondo le dice que si algo no se puede dominar y delimitar claramente, no puede conocerse. Pero esto no es sino romper el primer mandamiento de aquel que verdaderamente quiere conocer la realidad: dejar ser a lo real, aceptando con humildad hasta dónde llegan nuestras capacidades humanas.
Su Tractatus no soluciona los problemas de la filosofía, sino que hace una separación artificial que resulta dañina: o conozco un contenido de manera clara e infalible o no quiero ni intentarlo y digo que “es mejor guardar silencio”. Pero el hombre es un buscador, un caminante. El hombre debe salir de la caverna con la cabeza alta y anhelante, con el corazón humilde y abierto a una realidad que no puede agotar, sin que esto sea un problema. Porque el filósofo es un enamorado de la sabiduría, que se siente dichoso de no agotar a su amada, de saber que siempre puede crecer y sumergirse en ella, sin dominarla y agotarla pero sin tampoco pretenderlo. El filósofo no es ni debe pretender ser un sabio, sino que es y debe ser, un enamorado.

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