Querido Wittgenstein:
Le escribo para hacerle una
reclamación sobre su Tractatus: a
pesar de pretender haber solucionado los problemas de la filosofía, en realidad
la ha vaciado y recortado. Usted somete a un régimen tan extremo a la filosofía
en su obra, que no al final no queda más que un esqueleto descarnado, un método
que ya no tiene contenido.
Quiero ilustrarle mi crítica con un
mito del pasado que quizás no conozca, pero que creo que tiene relación con su
intento de resolver los problemas de la filosofía. Le hablo del conocido mito
de la caverna del pensador griego Platón. Creo que le hubiera caído bien, también
le iba lo de las matemáticas. Tanto es así que en su Academia tiene escrito eso
de “que no entre aquí nadie que no sepa geometría”.
Usted plantea el Tractatus como una salida de un cierto
estado de confusión, donde el conocimiento no es claro, donde sus límites no
están bien situados. El lugar al que se sale tras un camino arduo, es un estado
donde, según sus propias palabras, “se ve correctamente el mundo”. Platón en el
interior de la caverna habla de un conocimiento del mundo ilusorio, siendo en
la salida al exterior donde “se ve correctamente el mundo”. Como ve, hay cierta
similitud.
A continuación, le presento otra
semejanza. Según dice textualmente, el camino que propone es “una escalera que
hay que arrojar tras haber subido por ella”. Dicho camino propiamente es
oscuro, pero usted ha escrito el Tractatus
para “sacar a la gente de la caverna”, para guiarlos a ciegas fuera de ese
estado de doxa. Platón también
opinaba que el que había logrado dar el paso a un conocimiento verdadero, la episteme, debía volver al interior a
conducir a sus semejantes fuera de la caverna.
En definitiva, ambos plantean un
camino para pasar del conocimiento aparente y engañoso a un conocimiento
verdadero, un conocimiento científico, la episteme.
Pero la diferencia importante por la cual
le hago esta reclamación es el lugar a donde conduce su camino de salida de la
caverna. A pesar de que su empeño es loable y fruto de un gran trabajo y una
gran intuición, creo que nos conduce a una situación de terrible empobrecimiento
filosófico.
Cuando Platón habla del hombre que
sale de la caverna, dice que tras un periodo de adaptación descubre la claridad
de lo matemático. Pero no sólo alcanza esto, sino que también vislumbra un
mundo de esencias, donde termina captando la hondura metafísica de la realidad
con el principio supremo del Bien que armoniza y envuelve todo. El proceso de
la salida de la caverna de Platón integra la propia caverna en el
conocimiento. Lo que era oscuro y confuso se integra en cierta manera en la
claridad que aporta el astro rey. Lo que era apariencia al conocerse como
apariencia ya no es un ignorancia. El filósofo ha penetrado en el mundo de lo
eterno y desde allí se enfrenta a las grandes preguntas de la realidad.
Sin embargo, su historia no acaba
tan bien. Su filósofo sale de la caverna, se tropieza con una rama y cae de
bruces contra el suelo. Allí tumbado, con la cara pegada al suelo se maravilla
del nivel de detalle que es capaz de percibir en la brizna de hierba o en el
insecto que está ante él. El nivel de detalle es extraordinario y no deja lugar
para la duda. Ha encontrado aquello de lo que “no hace falta guardar silencio”.
En esa situación, todo lo que en la caverna era confuso, deja de importarle. La
ética, la metafísica o la antropología están en su recuerdo como fuentes de
confusión, en el nivel de la doxa. Pero
el problema es que en esos temas también cabe verdadero conocimiento, y si ese
filósofo tumbado en el suelo levantase la cabeza hacia el cielo, descubriría
una filosofía capaz de dar cuenta de las grandes preguntas del hombre, sin que
eso quiera decir que pudiera agotarlas.
La salida de la caverna en su Tractatus ha sido frustrada por un
reduccionismo que es típicamente moderno: cambiar la verdad por la certeza. Su
filósofo, aunque ha salido de la doxa,
no se dedica a correr por las verdes praderas que fuera de la caverna le
esperan, ni se maravilla del calor y la luz del sol. Ha quedado atrapado en la
certeza que la ciencia físico-matemática es capaz de mostrar. Ni levanta la
cabeza para ver las maravillas de lo real más allá de lo lógicamente
demostrable, ni es capaz de integrar y dotar de sentido al interior de la
caverna, a lo que era confuso pero puede ser iluminado desde lo alto.
Repito que su intento y sobretodo su
intención es loable, pero su filósofo al salir de la caverna ha sido una
víctima indirecta de la zancadilla de Descartes. Se ha enredado en la herencia
moderna, que en el fondo le dice que si algo no se puede dominar y delimitar claramente,
no puede conocerse. Pero esto no es sino romper el primer mandamiento de aquel
que verdaderamente quiere conocer la realidad: dejar ser a lo real, aceptando
con humildad hasta dónde llegan nuestras capacidades humanas.
Su Tractatus no soluciona los problemas de la filosofía, sino que hace
una separación artificial que resulta dañina: o conozco un contenido de manera
clara e infalible o no quiero ni intentarlo y digo que “es mejor guardar
silencio”. Pero el hombre es un buscador, un caminante. El hombre debe salir de
la caverna con la cabeza alta y anhelante, con el corazón humilde y abierto a
una realidad que no puede agotar, sin que esto sea un problema. Porque el
filósofo es un enamorado de la sabiduría, que se siente dichoso de no agotar a
su amada, de saber que siempre puede crecer y sumergirse en ella, sin dominarla
y agotarla pero sin tampoco pretenderlo. El filósofo no es ni debe pretender
ser un sabio, sino que es y debe ser, un enamorado.
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